domingo, 14 de octubre de 2007

El árbol de la buena suerte

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Arístides juraba por lo más sagrado y la memoria de su madre que jamás llegó a encontrar una sola gitana en los tantos burdeles que recorrió por el mundo, porque las gitanas podrán ser pobres, pero putas nunca. Viejo hombre de mar: motorista, ballenero, contrabandista, peleador de pelo en pecho, transportista, estibador, llevaba en cada uno de sus muchos tatuajes la historia de su vida. Concluía sus conversaciones mostrando al muchacherío que lo rodeaba la cara de una bellísima mujer tatuada en el centro del vientre. Tenía una gracia inigualable para mover el ombligo y hacer que aquel rostro incomparable encarrujara los labios para lanzar besos a todo el mundo. Nada lo entristecía. La tristeza se había hecho para los tontos, y él no podía darse semejante lujo. De lo contrario, haría ya mucho tiempo que me hubiesen comido los tiburones. Fumador. Reilón. Borracho. Respetuoso. Saludaba a las mujeres sacándose la gorra verde que jamás abandonaba e inclinaba ceremoniosamente la cabeza. Si todas las mujeres aprendieran de las gitanas, el mundo sería quizá más ladrón pero mucho más honrado. Nunca pudo precisar con claridad de dónde venía: porque si a cualquiera se le antoja decirme que un pájaro vuela de la rama de donde estaba, no es sino pura mentira, que nadie puede negarme que antes estuvo en otra rama y antes todavía en otra y en otra. Y él venía de tantos lugares. Y soltaba una carcajada cuando, al fin de cuentas, no sabría decirles si me estoy yendo o estoy viniendo. De lo que sí estaba seguro es de no quejarse de la vida y ser feliz. Si alguna vez decidiera quedarme en alguna parte, sería en una carpa de gitanos, porque los gitanos no se quedan en ninguna parte y ellos son los únicos que saben vivir como Dios manda. Al despertar los primeros asomos del invierno se fue. Se convirtió en un recuerdo que tardó en extinguirse entre los muchachos de la calle. Cuando estuvo casi olvidado, Arístides reapareció, pañuelo celeste amarrado al cuello y una muñequera de cuero en cada brazo. Estuvo solo unos días y volvió a irse, esta vez para siempre. Dejó la historia de su amor con una gitana y su nombre grabado en el tronco del árbol junto al cual los muchachos acostumbraban reunirse, y después empezaron a escribir sus nombres alrededor del de Arístides. Con los años, ese fue el árbol de la buena suerte. Poner el nombre de uno en él traía felicidad. No hubo enamorado que no lo hiciera. La fe se extendió a gente de todas las edades y alguien plantó en el árbol una cruz, y luego el lugar se convirtió en un santuario. Lo rodearon con una cerca de puntas de hierro e hileras de candelabros de lata. El pueblo fue creciendo. La cruz se llenó de corazones de plata, y el árbol de nombres grabados y hollín de velas.

Cuento extraído de “Alforja de Ciego”, 1979.

La agonía y la muerte y otra vez la agonía de un desventurado

Sus ojos, dos espantos al fondo de las ojeras, se desataron en lágrimas y nos rogó quedo, pero como si gritara: Yo no quiero ir al infierno, Tráiganme al cura. Sáquelo de donde esté, díganle que el diablo ya me está jalando. Corrimos a trancazos, galgos, y entramos bruscos a la misma sacristía donde el cura Wenceslao, de puro sorprendido, casi deja caer el crucifijo que estaba desempolvando. Le rogamos:

-No sea malo, padrecito. No sea malo. Si es pecado hacer lo que tanto le pedimos, hágalo. A usted todavía le queda vida para los arrepentimientos. Pero Aníbal ya casi es difunto, y nada sino su bendición puede darle ese poco de alivio que está suplicando. Hágalo por doña Carmela, las madres no tiene por qué pagar las culpas de los hijos. Si ella no vino con nosotros es porque está renga.

Y el cura Wenceslao:

-De nada valdría. Su alma ya está condenada. Yo no sólo estaría faltándole al Altísimo sino dándole ánimos a tantos mequetrefes para que se enfanguen, confiados que a la hora de las verdades han de tener su cura y santo remedio.

La llovizna de la madrugada nos golpeó como granizada. Regresamos cabeza gacha al llanto de doña Carmela:

-No quiere venir.

Y ella:

-Seguro no le supieron rogar como deberían hacerlo. No lo ablandaron bien. Con buenas razones hasta las piedras se conmueven.

Y nosotros:

-Lo único que nos faltó es besarle las manos, arrodillarnos.

-¿Y qué les costaba hacerlo?

Quisimos decir otras cosas, temimos dejarla con la idea de no haber puesto empeño. Los ojos turbios del agonizante nos hacían oír quién sabe lo que no nos decía, y nos volvimos de regreso a la parroquia. Y el monaguillo: El padre se fue volando a la casa de doña Carmela. Regresamos: el cura Wenceslao con una oreja pegada a los labios del enfermo, oía lo que nadie oía y movía la cabeza de derecha a izquierda entercado en negarse a lo que sin duda le suplicaba el pobre agonizante. Como si lo estuviéramos viendo: el cura empecinado en el no y no, mientras iba pasando entre los dedos largos de sus manos arrugadas las cuentas del rosario de nácar.

II
El pueblo era la gracia de levantarse por la mañanita, oír cantar los pájaros entre sorbos del desayuno caliente y marcharnos a las plantaciones de arroz, que era donde crecían nuestras ilusiones. A veces el cielo se enojaba y, ¡agua quién te viera! La desgracia no sólo nos llenaba de remiendos sino, lo peor, nos quitaba la alegría. Las buenas costumbres se desmoronaban y nos convertíamos en ladrones de nosotros mismos: noches enteras de orejas atentas a los corrales, al tanto de nuestros animales. Pero en los últimos tiempos, Dios andaba de buenas con nosotros. Quizá por eso a Aníbal se le anchó el corazón y entraron en él no sólo los ojos bonitos de Emilia Paredes sino también los de Judith, la evangelista, que no se enojaba cuando le decían mujer de otro. Y Judith, vestida de seda blanca, recibió junto al bueno de Aníbal el sacramento del matrimonio, en otro pueblo cercano, tan igual a como antes lo recibió la Emilia junto al mismo Aníbal en nuestra parroquia de la Santísima Virgen de la Macarena, de manos del cura Wenceslao. Hubo hijos en uno y otro lado, criaturas que llamaban mamá a las dos mujeres y dormían y comían donde los agarraba la hora, bien en casa de Emilia, bien en la de Judith que, valgan verdades, no se tenían el menor rencor. Y caminó tanto el tiempo que ya nadie supo decir quién fue la primera mujer y quién fue la segunda. Hasta don Damián, el peluquero, para quien no había olvidos ni secretos, y que se abrió paso solo en la vida, llegando a ser maestro de escuela, y tenía el don de hacernos ver cuáles eran las veredas del bien y cuáles las del mal, llegó a decir: Da gusto ver cómo el amigo Aníbal ha logrado hacer del meado de gato un buen perfume, al no abandonar su alma en la bragueta sino, como buen cristiano, hacer del pecado una cosa honrada. Qué caray. Trabajar como él trabaja es como para quitarse el sombrero.

En cambio en el cura Wenceslao no corrían las aguas, y tienen razón quienes dicen que si algo hubo en su pecho fue un pozo donde se encharcaban nuestras culpas.

III

-Ayer lo vieron calle arriba, cruzando el puente.

-Dios nos libre, Abelina. Pobre Aníbal. Muerto fresco y ya penando.

IV

El cura nuevo sí tenía traza de perdonar: no puso mala cara cuando le hablamos de la muerte de Aníbal: ojos abiertos, ojos de ahogado, y el cura Wenceslao a quien enterramos hasta con banda de músicos, se negó a darle la absolución y lo único que exclamó, voz de toro, después de soltar el rosario sorprendido por el dolor del mordisco que el moribundo le dio en la oreja, fue un viento de maldiciones:

-Ya empiezas a convertirte en perro, maldito perro.

Y ahí nomás el moribundo se quedó agarrotado con el hielo de las eternidades. Entonces doña Carmela agarró una raja de leña y, dejando a un lado su renguera, gritó: Cura maldecido. Boletero del Diablo. Y lo echó de su casa dándole como a mula. Por eso el entierro de Aníbal fue sin Dios ni responsos de cura. Y ahora este recuerdo, el recuerdo que estamos recordando, tierra removida que ha enturbiado las aguas. Porque no sólo es el ánima de Aníbal sino también de doña Carmela y, usted perdone si parezco exagerado, pero le juro que casi todos hemos visto que en la procesión de penas también va el cura Wenceslao con su rosario como soga de horca.

Las tentaciones de don Antonio

Era la vieja sala de cine con el yeso de las paredes pintadas (pintarrajeadas, decía el ingeniero) de bailarinas, a quienes la humedad del tiempo había carcomido los gestos y convertido las danzas en chisporroteos de manchas amarillas (huevos reventados, decía el ingeniero) de entre las cuales asomaban los cuerpos mutilados y las rayas de los pentagramas rotos. Solo una de aquellas (la bailarina suertuda, la llamaba el ingeniero) permanecía aferrada, desde el ángulo más próximo a la pantalla, a ser lo que alguna vez fue: la más bella de las tres gracias, empinada sobre la punta de los pies para rozar con el borde de los dedos la media luna del cielo ya desteñido. Lástima que perdió el busto (que fue mochada, decía el ingeniero) por culpa del letrerito rojo dispuesto por el regidor de cultura, de acuerdo a los dispositivos de seguridad de los lugares públicos, según notificación escrita. «Exit. Emergencia», decía el letrerito.

—Claro... claro, hay que tumbarlo todo... pero, ¿usted cree que en realidad hay que tumbarlo todo? —preguntó con timidez el viejo Antonio, como atreviéndose a decir algo de lo cual se iba arrepintiendo al tiempo de decirlo como si al pronunciar las frases se fuera dando cuenta de la carencia de sentido de sus palabras, sin lograr otra cosa sino la de volver a caer en la sensación de arañar el vacío (mejor dicho, de tratar de agarrarse de algo cuando ya no hay nada de que agarrarse mientras uno cae en el vacío, pensaba el viejo), esa inaguantable sensación que lo atormentaba en ocasiones como la de ahora (lo cual no le había sucedido siempre sino desde hacía menos de un año, es decir desde la muerte de su mujer), se descubría diciendo cosas como las que él, él mismo, en sus buenos tiempos (es decir en los tiempos de su mujer) no dudaba un segundo en calificar de estupideces (esas son estupideces, decía en sus buenos tiempos haciendo saltar de entre sus dientes la lluvia de saliva y el inobjetable chasquido). Entonces imponía su voluntad de muchas maneras, pero esa, la lluvia de saliva y el chasquido, era la más rotunda, era su manera (así es don Antonio, decía la gente).

—Cuando se tumban las paredes, se tumban las paredes, don Antonio —respondió el ingeniero, como si no dijera nada, como si espantara una mosca, como si tan sólo hablara por hablar (como si viera una cosa distinta de la que está mirando, se explicó el viejo).

—Sí... Sí... claro. Yo sólo quise decir. Sólo dije —tartamudeó el viejo.

En una semana estará todo demolido (todo tumbado, pensó el ingeniero, pero dijo demolido). ¿Una semana? Creo que de cinco días no pasa. Esto ya se cae solo (se echa, pensó, pero dijo se cae). Lo que deberían hacer todos los dueños de la manzana es hacer lo que usted va a hacer, don Antonio (dijo don Antonio, pero pensó en la palabra viejo). En esta cuadra todo huele a ñangué, a pichi de gato, a pichi —enfatizó el ingeniero y soltó una carcajada celebrando su ocurrencia. Luego tornó a su acento profesional, para explicar al viejo que al pan había que llamarlo pan y al vino, vino y que el progreso era el progreso, es decir, una cosa que tumba una cosa para que se levante otra cosa y que el mundo estaba como estaba (hasta los cojones, pensó, y también pensó en la palabra caca) porque falta gente de empresa, de decisión como usted, don Antonio, que se deshaga de las vejeces para dar paso al nuevo aire, a la nueva luz, a la nueva línea, a la nueva estructura, el ingeniero se acordó del profesor de geometría del espacio y de las innumerables veces que el pobre utilizaba la palabra estructura y de los muchachos poniéndole tantos apodos como palabras que rimen con estructura encontraban, recordó especialmente el apodo cara de cura). El viejo sintió las palmaditas sobre el hombro, palmaditas con las que el ingeniero lo felicitaba por su decisión acertada y valiente de echarlo. El viejo, como por un acto reflejo incomprensible, movió la cabeza apretando los gestos de la cara en una venia de agradecimiento. El ingeniero volvió a retumbar: ¿En cinco días? Vamos a ver si en cuatro, don Antonio, si no es en tres acentuó estrepitoso, como arengándose, como dándose ánimos para llevar a cabo la hazaña anunciada. (Tan igual como se arengan los soldados, pensó el viejo, y recordó de golpe, con una nitidez a la que ya estaban desacostumbrados sus recuerdos, las imágenes en cinemascope del sargento de caballería de una producción de la Metro Goldwyn Mayer: el sargento perdido en el desierto, jalando de las riendas a su caballo, avanzando delante de sus hombres, que eran tres y caminaban tras él, bajo el sol bravísimo, escuchándole decir: encontraremos agua antes de que caiga la noche. Pero la noche llegó y no encontraron agua y fueron muriendo uno a uno, y también el sargento habría muerto de no ser por la caravana de beduinos aparecida, como en un sueño, con la rubia incomparable dirigiendo el rescate. El sargento y la rubia se abrazaron llorando, y se besaron llorando y rieron llorando, y el sol se convirtió en un fresco canto de gallos).

—Si no hubiera sido por la rubia —dijo don Antonio, pero de inmediato cortó sus palabras y endureció las mandíbulas, encolerizado de descubrirse en el ridículo de decir otra vez lo que no debía decir.

—Qué buena, don Antonio —estalló sonoro y jubiloso el ingeniero, palmoteándole el hombro (pero esta vez con más fuerza, con la energía a la que le daba derecho la mayor confianza).—Qué buena, don Antonio, qué buena —volvió a chillar, siempre palmeándole el hombro y señalándole con los ojos llenos de picardía la figura de la bailarina de los senos mutilados —No se puede con usted, don Antonio. Una rubia como esa rubia, bien vale la pena. Qué buenas piernas (dijo piernas, pero pensó yucas, y no supo por qué se inhibió de decirlo).

Las imágenes del sargento y su salvadora se desvanecieron de golpe en el recuerdo del viejo y, no obstante sentirse obligado a mirar a la rubia de la pared que miraba el ingeniero, no vio las piernas tan celebradas por aquel sino otra imagen: vio a su mujer (a su pobre mujer, siempre la pensaba en esos términos desde su muerte). La vio trasponiendo la puerta hacia el interior del teatro, en lo mejor de sus buenos tiempos, el día de la inauguración. Ella iba de falda larga que hacía juego con los zapatos del Brasil, que se los compró para ella precisamente cuando viajó al Brasil en busca de los proyectores de cine y el aire acondicionado para la sala, que al fin de cuentas nunca llegó a comprar porque el aire acondicionado, tal como lo afirmó el tiempo, fue suplido por el ventilador grande que se instaló en la parte central del cielo raso y los cuatro ventiladores pequeños, en cada esquina de la sala del teatro, que fue como, a insistencias de su mujer, prefirió llamar para siempre en lugar de sala de cine. Se acordó que en el Brasil quedó convencido plenamente de la mejor inversión de su vida: precisamente esa sala de teatro. Ella le pellizcó a escondidas de todos, una y otra vez, en uno y otro brazo, al tiempo que, también a escondidas de todos, le señalaba con los ojos la figura de la bailarina rubia y empinada que rozaba con los dedos la media luna del cielo azulísimo de la pared. Nadie sino ellos sabía entender ese lenguaje, porque nadie sino ellos sabía el secreto de aquel rostro. Él lo habría pregonado, de buena gana habría dicho a todos que el rostro de esa bailarina, ese rostro incomparable, era el rostro de su mujer y lo único diferente era el cabello rubio, para mantener la discreción, pues no hubiera sido nada decente que él, un hombre decente, exhibiera la imagen de su mujer casi desnuda, como estaba esa bailarina en puntitas de pies rozando con el borde de los dedos la luna).

Y ahora, hablando entre hombres, de hombre a hombre, don Antonio, y en confianza, don Antonio, qué buen culo —el ingeniero celebró con aplausos su sentencia y se aproximó más a la figura elogiada, acomodándose los anteojos sobre las cejas para apreciarla mejor de lo que la había apreciado —Un culo de primera, don Antonio. Un señor culo.

El viejo volvió a ver al sargento, pero fugaz como un relámpago, y, como empujado no por su voluntad sino por una mano muy distinta pero más fuerte que su voluntad, se acercó hasta donde se encontraba el ingeniero y se esforzó en mirar lo que miraba el ingeniero, y a la sensación de mirar en el vacío se le sumó una especie de neblina en los ojos, de agua que se le empozaba en los ojos, y creyó ver otra vez a su mujer, o quizá la vio otra vez, nunca llegó a descifrar ese enigma, y luego el agua de los ojos se le empozó en la vejiga y tuvo que correr al baño con unas ganas inaguantables de reventar. Entonces advirtió la humedad del pantalón y se preguntó e qué momento se le pudo escapar siquiera una gota —en qué momento, carajo—, y estuvo largo tiempo vertiendo su zigzagueante torrente sin dejar de preguntarse en qué momento había sido —en qué momento me oriné en el pantalón, carajo—.

Luego cortó de un golpe sus preguntas e hizo saltar de entre sus dientes la legendaria lluvia de saliva y el chasquido y gritó: «¡Cállate, hijo de puta!», y volvió a gritar aun más fuerte; «¡Hijo de puta». Fue al aclarársele en los oídos la voz insoportable, confidencial, estridente del ingeniero diciéndole desde el otro lado de la puerta: «Salude a la rubia, don Antonio. Buen polvo, don Antonio.»

El viejo salió del bañó aún abotonándose el pantalón y encaramado en la cúspide de la indignación, de la ira: «Hijo de puta», volvió a gritarle al ingeniero, pero esta vez frente a él, en su propia cara, sin puerta de por medio. Le gritó también otros insultos más, y el ingeniero debió verle el rostro hinchado de cólera, las cejas afiladas como cuchillos, el rojo encendido de las mejillas, el fuego de las orejas. Pero el ingeniero no llegó a ver sino el rostro trasfigurado por la agitación (la jodienda de los años, pensó el ingeniero), el cabello desordenado, el gesto de caer en el vacío, y dio un saltó apresurado para sostenerlo, pues el viejo se enredó en sus propios pies y estuvo a punto de caer (pobre viejito, casi se saca la mierda, pensó el ingeniero).

—Cuidado, don Antonio.

—Gracias, ingeniero —respondió la voz ruinosa del viejo, y s despidió muy rápido justificándose con un compromiso recordado en ese instante, ocultando con los bordes del saco la parte mojada del pantalón. Presintió que el aire de la calle lo aliviaría, le quitaría de encima esa harina ridícula embadurnándolo de pies a cabeza y que, al fin de cuentas y para colmo de males, no resultaba ser otra cosa sino su propia ira, esa ira que lo empujó a lanzar los gritos contra el ingeniero que nadie escuchó ni alguien escucharía jamás, porque esos gritos obedecían a su nueva naturaleza, a ese mundo donde sus cosas más tremendas las decía para sí mismo, las gritaba como en la boca de un túnel, para sus adentros. Las gentes se habían convertido en sus propias entrañas: «Ingeniero, hijo de puta!», volvió a gritar, y percibió que aquel grito no ensordecía a nadie sino a él mismo. Los años habían hecho su parte, pero la muerte de su mujer (de mi pobre mujer, decía) fue el peso definitivo. El primero en hacérselo ver fue el espejo tamaño natural de la antesala: en sus imágenes advirtió la infinidad del vacío. La muerte de su mujer fue un golpe demasiado duro, ni siquiera imaginado (si alguno de los dos se llegara a morir el primero sería yo, le decía a su mujer, y así iba a ser y así lo creía también su mujer).

—¿Usted cree que en menos de cinco día? —preguntó el viejo antes de trasponer la puerta de la sala hacia la calle, volviéndose hacia el ingeniero.

—Metiéndole todo, sí —respondió el ingeniero golpeándose el puño de una mano contra la palma de la otra.

—Métale todo —dijo rotundo el viejo, pero no porque quería decir lo que en realidad oía el ingeniero, sino porque lo que en verdad quería era librar al recuerdo de su mujer de la impúdica lobreguez de esos ojos (de esos ojos de hijo de puta del ingeniero hijo de puta, se dijo). Con un pie en la calle volvió a sentenciar, esta vez sin volverse, —si le es posible empiece por el rincón de la rubia.

El ingeniero celebró la decisión con una aspaventosa carcajada y aplausos y palabras entrecortadas por la risa, que el viejo ya no vio ni oyó. La calle traía demasiado ruido y, además, hacia ya mucho tiempo le resultaba muy difícil (él prefería decir difícil a decir imposible) oír los ruidos lejanos.

En sus buenos tiempos, Antonio Bustamante había sido alto y espigado. Su mujer también, y acaso esa fue la razón (la verdadera verdad, decía el viejo) por la que no faltaban quienes confundían la esbeltez con arrogancia, y lo más mortificante, con vanidad, lo que definitivamente no era. La verdad fue que en su perpetuo afán de resultar amable y atento (proveniente de su incurable temor a ofender), se inclinaba solícito y cordial hacia las personas de menor estatura (es decir siempre) para escucharlas mejor. Así también fue que procedió su mujer. Y nunca enturbió sus pensamientos como sí sucedió después, la idea de que esas frecuentes inclinaciones, a la larga (él decía si no es hoy, mañana) acabarían curvándole la columna y dándole un aspecto de jorobado (entre las pesadillas más aterradoras de su juventud resultaban ser aquellas en las que se veía convertido en un jorobado. Una noche soñó ser un enano, pero nada comparable al miedo de soñarse jorobado: enano ya no puedo ser, se decía, pero jorobado sí). Este pensamiento convertido en constante mortificación, se le vino a la mente antes de muerta su mujer. Fue entonces cuando adquirió la costumbre (la mala manía, decía él) de mirarse cuantas veces pudiera en el espejo tamaño natural de la antesala, en busca de cualquier amenaza contra la rectitud de su columna vertebral (él prefería decir espina dorsal, como también prefería decir su mujer). Ante la amenaza inminente, practicó varios ejercicios para conservar la esbeltez, pero aquellos entusiasmos le duraron poco, se le olvidaron pronto y para siempre. Fue como si se le empozaran en el espejo, del que se alejó. Sin embargo en el teatro y ante el ingeniero, cuando le gritó ingeniero hijo de puta, hizo exactamente los mismos movimientos del más frecuente de los olvidados ejercicios (de los anclados en el espejo, solía decir): sacudió los hombros de adelante hacia atrás en un ir y venir vertiginoso, convulsivo, con la diferencia de que el esfuerzo le hizo esta vez apretar los puños hasta hacerse daño con las uñas. Al voltear la esquina pensó en aquel movimiento de los hombros y sintió la presencia del espejo, no de todo el espejo en su dimensión de tamaño natural sino únicamente en el trozo correspondiente al vacío de la imagen de su mujer (pobre la pobre, dijo) y nuevamente gritó con todas sus fuerzas: ingeniero hijo de puta. Pero hoy sucedió algo distinto: se sorprendió descubierto (oído de verdad, pensó). Lo advirtió al ver los ojos fijos, desconcertados, iracundos de una mujer mirándolo mientras sentenciaba con la cabeza el grosero comportamiento de aquel atrevido capaz de lanzar semejantes groserías a rienda suelta, de aquel hombre que no resultaba ser otro sino él. Lo notó también en la amonestación de la pareja de jóvenes: no sea vulgar, cuidado con la policía, amenazó la muchacha.

—Yo. Yo —dijo el viejo, y en verdad dijo otras cosas más, que al igual de lo sucedido en el retrete de la sala del teatro no salieron de él. Se tropezó con algo inexistente, se llenó de sofocación, de sudor, de un sudor proveniente más que del bochorno del acto fallido, del descubrimiento de una nueva humillación proveniente de los años: la humillación de ya no saber diferenciar entre hablar para adentro y hablar para afuera. Incluso percibió a su cuerpo contradecir a su voluntad: tragó un buche de saliva cuando él (estaba seguro de ello, completamente seguro) había en realidad ordenado a su cuerpo otra cosa. Sintió a la saliva empaparle el mentón, y su chasquido, su legendaria costumbre de mandar, ya no era sino un ruido vergonzoso, humillante. Volvió a tropezar en algo invisible (hijo de puta, gritó para sus entrañas en un grito sin destino) y cayó sin fin. Esta vez sí arañó el vacío con las uñas de sus dedos. Unos brazos de mujer lo sostuvieron en el aire, de una mujer que resultaba ser un retrato (más que un retrato, más, dijo) de la bailarina rubia de la pared del teatro sentenciado por él a ser demolido.

—Tenga cuidado, señor —le dijo la rubia.

—Gracias, gracias, señorita —agradeció el viejo y vio en los ojos de la mujer la mirada de ternura infinita de los ojos incomparables de la rubia de la Metro Goldwyn Mayer. Sintió un impulsó irrefrenable de abrazarse a ella, de hacer como hizo el sargento del desierto que no dejaba de llorar abrazado a la rubia también llorando junto a la caravana de beduinos. La rubia de la Metro Goldwyn Mayer desapareció por un instante y sol apareció el sargento, y el viejo vio al sargento ser no solo el sargento sino él, él mismo. Y se abrazó a la rubia y sintió la placidez de los senos maravillosos amortiguando la caída no únicamente de su rostro sino de todo el cuerpo (en cuerpo y alma, se dijo). Oyó la marcha triunfal de la victoria del sargento contra el desierto, el sargento que era él (Antonio Bustamante en cuerpo y alma, se dijo nuevamente). Y no hubo alivio comparable (ni aún sumando ni multiplicando todos los alivios sentidos en los tormentos de su vida) a la tibia blandura de aquellos brazos anidándolo con el cariño que supo reconocer bien de qué cariño se trataba, porque nadie sino su mujer lo sabía prodigar. Y se rindió al arrullo de aquellos labios, como si los buenos tiempos retornaran engrandecidos por tanta ausencia, para no irse, para quedarse por los siglos de los siglos. Cuando pensó «los siglos», lo pensó con un grito de triunfo y no como lo decía en los rezos con su madre o con su mujer. Como si todo en los buenos tiempos hubiese sido bello, pero en blanco y negro y en una pantalla tan solo del tamaño de la vida, y ahora volvía a ser tan bello pero en colores y en una pantalla sin fin. —Qué hermosa es la vida— dijo, y se acurrucó con la misma alegría de esos tiempos. El viejo la besó. Fue el inevitable beso de la felicidad. El viejo saboreó aquellas mejillas rubias, aquella boca, y el sargento se fue en su caballo con la rubia en la grupa de su caballo. Supo que el sargento y la rubia se salvaron y que toda salvación crece al borde de un manantial. El viejo no tuvo tiempo para darse cuenta que cuando llamó a la rubia con el mismo nombre de su mujer, esas palabras fueron sus últimas palabras. Tampoco tuvo tiempo para advertir el remolino de curiosos en su derredor mirándolo agonizar en los brazos de la mujer caritativa que no dejaba de llorar mientras sostenía la cabeza de aquel viejito traído por la vida para morir en sus brazos.